Era un soleado día de abril en Santiago, a las 8:45 horas
cuando los cajeros y el jefe del Banco BBVA empezaban su día laboral. El día
parecía totalmente normal. El jefe de la sucursal, Ignacio Salvatierra,
había tenido, hasta ese día, un limpio historial sin ningún robo ni suceso
imprevisto, pero esto estaba por cambiar. Mientras él realizaba su rutina
diaria, cinco experimentados delincuentes planificaban el robo a esa sucursal
en Presidente Riesco.
Pedro González, un joven que tenía como único propósito
hacer el mejor y más rentable robo junto con cuatro individuos años más tarde
me contó que el verdadero propósito de su conducta era cambiar de estatus
social, porque estaba cansado de ser pobre. Pedro vio su reloj y eran las 8:50
AM, quedaban diez minutos para su anhelado robo.
Los cajeros recibieron las instrucciones de costumbre y
se prepararon en sus cajas para recibir a los clientes.
Salvatierra saludó al guardia, Patricio Pérez y entró en su oficina
a tomarse su café con leche de siempre. Nunca pensé que algo pasaría me
dijo, cuando conversé con el tiempo
después.
El Banco abrió a la hora de costumbre, a las 9:00 en
punto y solo tres clientes entraron. Era un día lento. Paralelamente González
y los demás delincuentes se subieron en una camioneta todo terreno que habían
robado hace un mes especialmente para este momento.
Un amigo mío, Marcos, que trabajaba en una oficina al
lado del Banco había salido a fumar un cigarro siendo testigo del momento en
que los delincuentes llegaron en la camioneta y se bajaron para entrar al
Banco. Miró la hora y vio que eran las 9:00 en punto. Me dijo
que vio a seis individuos que venían vestido con overoles, máscaras y premunidos
con armas de fuego. Ese fue siempre mi
tema de discusión con él ya que nunca lo pude convencer de que eran solo cinco
individuos no seis como el insistía.
Tan pronto la sucursal abrió González y sus secuaces
entraron portando armas que habían conseguido del contrabando. Intimidaron al guardia,
a los clientes y a los trabajadores
que estaban en su interior con el objetivo de ingresar lo más rápidamente
posible a la bóveda. ¡Gritaron en voz
alta, somos delincuente educados! Mientras
esto sucedía, Salvatierra que había visto lo que ocurría desde su oficina
activó la alarma silenciosamente y fue
obligado por los delincuentes a abrir la
bóveda que tenía en su interior doscientos millones de pesos. ¡Fue la
experiencia más aterradora de mi vida,
porque me apuntaban con un arma en la sien! me dijo Salvatierra. ¡Pensé que moriría!
En cuestión de minutos, González logró sacar ciento
treinta millones de pesos que cambiarían su vida. ¡ Fue el momento más emocionante que he
tenido nunca y si no fuera por la mísera alarma que sonó, todo había sido
perfecto! ¡Una camioneta nos estaba
esperando y logramos arrancar! me dijo, y
eso fue la última frase que recuerdo de él cuando lo encontré en el extranjero
en la clandestinidad, ahora como millonario.